martes, 3 de abril de 2012

Quiero que usted me fusile



Por: Natalia Mendoza Rockwell
Quiero que usted me fusile es la segunda entrega de lo que será la trilogía de un viaje de cuatro semanas por las ciudades de Hermosillo, Santa Ana, Altar, Caborca, Mexicali y Tijuana, en el alto noroeste de México. Se trata de una inusitada exploración de las relaciones entre violencia, orden legal y vínculos locales de solidaridad y parentesco.



La violencia tiene, sin duda un aspecto instrumental, puede verse como un medio disponible para que algunos alcancen ciertos fines. Pero casi por definición, aquello que la violencia produce excede cualquier cálculo. La manera de matar, el trato que se da a los cuerpos y sobre todo la forma de interpretar los hechos violentos nos dicen cosas y tienen consecuencias. Se reconocía legendariamente a la mafia siciliana por el tiro de lupara, una escopeta con el cañón recortado que se usaba en la cacería de lobos: una reminiscencia del mundo rural. En Medellín te encontrabas de frente con una pareja montada en una motocicleta que te disparaba sin detenerse: una muerte pública, urbana, joven, un desafío a la puntería. El holocausto nazi mató a seis millones de personas de manera relativamente invisible: fuera de Alemania, aislados y en cámaras de gas. En el genocidio de Rwanda murieron medio millón; la mayoría en su propia casa o pueblo, a la luz del día y asesinada por vecinos con machetes. No sólo es una cuestión de tecnología: las implicaciones para la memoria, para la atribución de responsabilidades, para el sentido de nación y para la reconciliación son completamente distintas.

La mayor parte de las muertes de narcotraficantes en México sucede en dos formas: enfrentamientos y levantones. En principio, los primeros son más bien accidentales, son el resultado de una mala “política exterior” de los diversos grupos (incluyendo al Ejército y las policías) o una forma de establecer fronteras. Me interesan los segundos, que se dirigen hacia los socios y subordinados de un mismo grupo y que se utilizan cada vez más como mecanismo rutinario de disciplina y castigo. El verbo “levantar”, con el sentido de raptar y dar muerte, entró al léxico de los medios nacionales mexicanos hace relativamente poco, unos cinco años. En los pueblos del norte de México empezó a sonar hace quizá 20 años, no muchos más.

Se llaman levantones porque implica siempre subir a la víctima a un automóvil y llevárselo fuera, lejos de su pueblo o lugar de residencia. Antes se acostumbraban las trampas: un día llegan por ti para decirte que el patrón quiere hablar contigo o incluso para invitarte a una fiesta y ya nunca regresas. Ahora es más común escuchar que los suban al automóvil a la fuerza. El cuerpo puede o no aparecer. Generalmente un levantón implica dos delitos: homicidio y desaparición forzada. Obliga a buscar a la víctima durante meses, antes de poder encontrarla. Si el cuerpo aparece, estará tirado en algún rancho, en alguna carretera, medio enterrado, medio escondido: siempre fuera del pueblo, “en el paisaje”, diría el fotógrafo Fernando Brito. Todo esto tiene su importancia para la relación que se establece entre la vida comunitaria y el tráfico de drogas.

Arcanos
Visto desde la perspectiva de un pueblo fronterizo que llamaremos Santa Gertrudis, un levantón es un infortunio que viene de fuera. Es decir, es una decisión que en principio rebasa los límites de la comunidad: lo deciden patrones que viven en otra parte; la gente del pueblo y los familiares de la víctima no alcanzan a armar el cuadro entero. El diciembre pasado en Santa Gertrudis me relataron de la siguiente manera la muerte de un hombre conocido de todos y querido por muchos:



A Rafael lo levantaron una mañana muy temprano en los corrales donde se la pasaba. Llegó una camioneta, los encapuchados eran gente de lejos porque no lo conocían y tuvieron que preguntar: ¿Quién de ustedes es Rafael? Más tarde llegó alguien a buscarlo y se encontró a su ayudante atado adentro de una galera. Ahí empezó la búsqueda: siguieron las huellas del vehículo, recorrieron todas las brechas, todos los ranchos. Lo buscaron en moto, en avión, a caballo. Lo buscó todo el pueblo: amigos, parientes, trabajadores, curiosos. Se dice que al final alguien intercedió para que se entregara el cuerpo, o que los mismos jefes al ver tanto movimiento en el pueblo decidieron entregarlo para que se calmaran un poco las cosas. El caso es que llegó una llamada de la policía municipal de Nogales dando el paradero del cuerpo. Después de tanto buscar, encontrarlo fue un consuelo.

No me interesa tanto la exactitud o veracidad de este relato, como la estructura social y los hábitos interpretativos que refleja. Es un buen ejemplo de una sensación que percibí en muchas otras conversaciones: la de estar siendo vistos y juzgados por algo o alguien que se ubica fuera de las relaciones locales. Desde esta mirada, tanto la muerte como el cuerpo caen de otro lado. Hay alguien que define cuándo y cómo hemos de morir y otorga también el derecho a la sepultura. Por su parte, a la gente del pueblo le corresponde solidarizarse con la familia de la víctima, compartir el dolor por la pérdida, colaborar en la búsqueda, etcétera. Esta separación entre una escala comunitaria que padece el infortunio, y la escala regional o nacional que lo infringe —entre un “adentro” y un “afuera”—, es un mecanismo que garantiza cierto grado de paz local.

La modalidad del levantón como forma predilecta de infligir castigos deja indefinidas una serie de cosas y por lo tanto permite varias interpretaciones. Nadie explica las causas de la muerte, nadie las tiene claras, todo el mundo tiene hipótesis. El momento de la muerte se oculta, nadie escucha las últimas palabras ni puede elogiar la actitud de la víctima en el segundo antes de morir. Nada más opuesto al ideal del duelo de honor entre dos hombres. Ni siquiera se ratifica la muerte, a veces no se encuentra el cuerpo: pudo no haber existido la persona. La súplica de Benjamín Argumedo, en uno de los corridos revolucionarios más melancólicos, resume todo el desamparo de una muerte anónima. Ya cuando lo llevaban preso, le pide al general:

Oiga usted, mi general
Oiga usted, mi general
Yo también fui hombre valiente
Quiero que usted me fusile
Quiero que usted me fusile
En público de la gente

CONTINUA.....próxima semana